El vampiro
Gelesen von Alba
John William Polidori
Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.
Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación. Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar cual era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y experimentaban el peso del "ennui", estaban sumamente contentos de tener algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera intensa.
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de su fracaso, abandonó la lucha.
Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también con las mujeres.
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios.
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño todavía.
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de personas subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un contraste de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de pintura.
Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus sensuales labios.
Adherido al romance de su solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos.
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en su camino.
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su existencia, implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto convirtió a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje en sí mismo.
Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por ser reconocida.
Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un viaje.
Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta entonces sólo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado de perversión de las mismas.
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía.
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían cruzado el Canal de la Mancha.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda.
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.
En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada en la mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más abyecta.
En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que le rodeaba.
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo.
Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes necesidades.
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes.
Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de los más experimentados.
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores; y la última le dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general.
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la contemplación pública.
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.
Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba enterado de su cita para aquella misma noche.
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter de Lord Ruthven.
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a Atenas.
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de intrincados líquenes.
Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un alma y no a un ser vivo.
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a veces la incosciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias.
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía apreciar?
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile.
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los paisajes de su solar patrio.
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos sobrenaturales de su nodriza.
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado entre sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que la gente había observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a reconocer su existencia.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.