Sobre la amistad
Gelesen von Alba
Marco Tulio Cicerón
Fannio: Así son las cosas, Lelio: no ha existido un hombre mejor ni más ilustre que el Africano, pero también debes apreciar que todos los ojos se han centrado en ti y todos te consideran y te tildan de sabio. Así se le rendían honores a M. Catón; sabemos que a Lucio Acilio, en la época de nuestros padres, se le llamó también sabio, pero cada uno de ellos de un modo diferente: Acilio, porque se consideraba que era un consumado conocedor de la legislación, Catón, porque estaba versado en múltiples temas: constantemente iban de boca en boca sus prudentes consejos, sus firmes acciones y sus precisas respuestas, ya tuvieran lugar en el senado o en el foro y, por este motivo, casi tenía el apodo de sabio ya durante su propia vejez. A ti, en cambio, de un modo algo diferente, no sólo te consideran sabio por tu naturaleza y tus hábitos sino también por tus esfuerzos intelectuales y tus conocimientos, y no a la manera del pueblo sino como las gentes instruidas suelen considerar a alguien sabio, de los cuales no tenemos noticia en ninguna parte de Grecia excepto de uno solo en Atenas — pues los estudiosos de este tema no cuentan entre los sabios a los conocidos como los “siete sabios”— y él, en efecto, incluso fue valorado como tal por el oráculo de Apolo. Creen que tú albergas esa clase de sabiduría, de tal manera que portas en tu interior todas tus posesiones y consideras que los infortunios humanos son menos importantes que la virtud. Por tanto, suelen preguntarme —y creo que también a Escévola— cómo llevas la muerte del Africano, en especial porque en las últimas nonas, cuando llegamos a los jardines de D. Bruto el augur para observar los cielos, como es costumbre, tú no estabas presente, aunque siempre habías sido muy escrupuloso en asistir en ese día a aquellos oficios.
Escévola: La verdad es que son muchos los que preguntan, Lelio, tal y como ha dicho Fanio, pero yo les respondo que, por lo que yo he visto, estás llevando el pesar que te causó la muerte de un hombre tan descollante y, al mismo tiempo, tan amigo tuyo con mesura, aunque no habías podido evitar sentirte afectado ni eso habría sido propio de tu condición humana; respecto al hecho de que no pudieras asistir a nuestra reunión en las nonas, lo achaco a tu salud y no a la tristeza.
Lelio: Tus respuestas son, desde luego, correctas y verdaderas: ni debería haberme ausentado de ese oficio, al que siempre he tenido por costumbre acudir cuando me lo permitió la salud, ni considero que ningún infortunio puede obligar a un hombre firme a dejar pasar alguno de sus deberes. Mas tu, Fanio, eres muy amable al afirmar que se me rinden tan grandes honores que yo ni admito ni pido, pero, a mi juicio, no juzgas correctamente de Catón: o bien nadie fue sabio —lo que yo, al menos, me creo más— o solamente él, si es que hubo alguien, lo ha sido. ¡Cómo —por no andarme por las ramas— sobrellevó la muerte de su hijo! Recordaba la conducta de Paulo y había presenciado la de Galo, pero ellos soportaron las muertes de unos niños, Catón de un hombre hecho y derecho. Por esto, mira tú a ver si no deberíamos poner, y con razón, a Catón por delante de ese mismo al cual, como dices, Apolo consideró el más sabio: del uno se ensalzan sus acciones, del otro sus opiniones. Por lo que a mi respecta, consideradme tal y como ahora mismo os voy a decir a los dos.
Si yo ahora afirmara que mi añoranza por Escipión no me conmueve, los “sabios” apreciarían qué correcta es mi conducta, pero sinceramente sería una mentira. Me afecta la pérdida de un amigo de tal calibre como, según creo, nunca jamás nadie lo será —y, como puedo confirmar, nadie nunca lo ha sido antes—. No obstante, no carezco de remedio: yo mismo me consuelo y hallo gran solaz en el hecho de que no he caído en la equivocación que suele causar a la mayoría angustia por la muerte de sus amigos: creo que a Escipión no le ha sucedido nada malo; si algo malo ha sucedido, me ha sucedido a mi. Sufrir un gran pesar por el malestar propio es una característica de alguien que no ama a sus amigos sino a sí mismo. Sin embargo, ¿quién diría que su vida no ha transcurrido de manera ilustre? A no ser que deseara aspirar a la inmortalidad —cosa que a Escipión nunca le preocupó—, ¿qué objetivo no ha alcanzado en esta vida que le sea a un hombre lícito aspirar? Él, que sobrepasó una y otra vez en su juventud merced a su increíble gallardía aquellas enormes esperanzas que sus propios conciudadanos habían puesto en él ya en su infancia; él, que fue dos veces elegido cónsul a pesar de nunca haberlo buscado, la primera vez antes de la edad que le tocara, la segunda en el año que le tocaba, aunque casi demasiado tarde para Roma; él que eliminó con la conquista de las dos ciudades más enemigas de este gobierno no solo las guerras actuales sino también las venideras ... ¿Y qué decir de sus costumbres, las más afables: del amor a su madre, de la generosidad con sus hermanas, de la bondad para con los suyos, de su sentido de la justicia con todos? A todos os resultan conocidas. La tristeza ante su muerte nos ha demostrado hasta qué punto le fue querido a sus conciudadanos. Así pues, ¿en qué le podría haber ayudado disponer de unos pocos más años? La vejez, aunque no sea pesada —como recuerdo que Catón debatió con Escipión y conmigo el año antes de morir—, no obstante te priva de esa lozanía en la que todavía se encontraba Escipión. Por todos estos motivos, su vida evidentemente tuvo tanta grandeza que ya en nada podía aumentar, ya fuera gracias a la fortuna ya fuera por nueva reputación, mas la rapidez de su muerte le privó de sentirla. Es difícil hablar de la naturaleza de su muerte: ya veis que sospecha la gente ; sin embargo, también puedo decir que para Publio Escipión, de entre los muchos días que a lo largo de su vida le habían parecido los más gloriosos y gozosos, aquel día fue el más brillante, cuando al acabar la sesión del senado fue acompañado a su casa por la tarde por senadores, ciudadanos romanos, aliados y latinos, el día antes de abandonar la vida, de tal manera que partiendo de un punto tan alto de grandeza parece que haya alcanzado a los dioses celestiales antes que marcharse a las sombras de los infiernos.
Y no estoy yo de acuerdo con aquellos que recientemente han empezado a plantear que el espíritu perece al mismo tiempo que el cuerpo y que todo resulta borrado por la muerte: mayor peso tiene a mi juicio la autoridad de los antiguos, mejor dicho, de nuestros antepasados, los cuales dedicaron a los muertos unos ritos tan devotos que no los hubieran hecho si hubieran pensado que en nada les atañía, o la importancia de aquellos que existieron en Grecia —la cual entonces florecía, si bien ahora ha sido ciertamente destrozada— y pulieron esta tierra con sus directrices y consignas o la autoridad de aquel al cual el oráculo de Apolo designó como el más sabio, quien en vez de argumentar, como tenía por costumbre, las dos caras de un debate en este tema siempre mantuvo la misma opinión, a saber, que el espíritu de los hombres era como divino, y que este, al abandonar el cuerpo, tenía la posibilidad de volver al cielo, mucho más rápida para todos aquellos cuyo comportamiento fuera el mejor y más justo. Esto mismo es lo que pensaba Escipión, el cual, como si intuyera su muerte, unos pocos días antes de su muerte, debatió sobre política durante tres días, cuando estábamos presentes Filo y Manilio y muchos otros y tú también, Escévola, venías conmigo. El final de este debate casi acabó siendo sobre la inmortalidad del espíritu, de la cual decía que él había oído hablar en un sueño a una aparición de Escipión el Africano (el viejo). Si el viaje final de las almas es así, es decir, que el espíritu de los mejores fácilmente se marcha volando tras la muerte, como si abandonara la vigilancia y las cadenas del cuerpo, ¿a quién le podría haber resultado más fácil este camino que a Escipión? Por esto, temo que entristecerse por su partida sea más propio de un envidioso que de un amigo. No obstante, si aquellas otras tesis son más acertadas (a saber, que la muerte del cuerpo y del espíritu sucede a la vez y no permanece ninguna ente capaz de sentir), en ese caso no hay nada bueno en la muerte, pero tampoco, ciertamente, hay nada malo: si desaparece ese ente, sucede casi lo mismo que si no hubiera nacido aquel que, sin embargo, nació, para gozo nuestro y alegría de nuestra nación mientras perviva.
Por esto, como ya he dicho, su vida ha tenido un final ciertamente inmejorable, aunque para mí no sea tan agradable, para quien habría sido más justo abandonar antes esta vida, igual que entré en ella antes que él. No obstante, disfruto del recuerdo de nuestra amistad hasta tal punto que parece que he tenido una vida feliz por haberla pasado con Escipión, con el cual compartí las cuitas de la política y la vida personal, a cuyo lado serví en el ejército, con quien viví bajo un mismo techo y conecté en el mayor grado en deseos, gustos y opiniones, donde radica toda la fuerza de la amistad. Así las cosas, a mí no me deleita tanto esta reputación de sabio que Fanio hace nada apuntó como el hecho de que tengo la esperanza de que el recuerdo de nuestra amistad será sempiterno, y esta ilusión me complace especialmente porque en toda la historia apenas se mencionan tres o cuatro pares de amigos: creo que puedo tener la esperanza de que, en esa línea, la amistad entre Escipión y Lelio será reconocida.
Fanio: Todo cuanto has dicho hasta aquí seguro que es así como dices, Lelio. Pero dado que has mencionado a la amistad y nosotros tenemos tiempo libre, me darías un gran placer —espero que así también a Escévola— si de la misma manera que sueles explicarte en el resto de cuestiones cuando se te preguntan, también plantearas sobre la amistad cuáles son tus percepciones, cómo la valoras y qué consejos das.
Escévola: Para mí realmente será un placer y yo mismo pensaba intentar tratar este mismo tema contigo... Fanio se me ha adelantado. Por tanto, de esta manera nos complacerás a los dos.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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Muy reseñable las opiniones
mecmora
Muy bien leído y muy grande aprovechamiento