Los huesos del abuelo
Gelesen von Alba
Carmen de Burgos y Segui
Aquella tarde había reunión en casa de las de Campo Grande. Aprovechando el pretexto del calor que se dejaba sentir ya en Mayo, Concha tenía abierta la ventana para disfrutar el espectáculo de tantos coches de lujo parados delante de su puerta. Su mirada se detenía con deleite en el auto de lacayos galoneados, el auto de todos los ministros, que era entonces el auto de Castro Martínez.
Verdaderamente era admirable la obra de Concha para levantar así, sin dinero, el prestigio del nombre de su familia. Tenía que estar siempre atenta a conservar su rango; sin tratar más que con gentes de alcurnia, bien consideradas y que se mezclasen con ellas, en sus reuniones, los descendientes de otros ilustres con los que necesitaba estar siempre en contacto.
Porque aquellas familias, quizás, obedeciendo a un mismo sentimiento, se conocían todas entre sí. Para un observador, eran como familias marcadas por una dolencia constitucional, que les producía una tara, una palidez, una cosa como de enfermos del pasado. No podía explicarse la sensación. Era una cosa como de enfermos por influencia de un muerto que tomaba parte de su materia para vivir.
A veces, entre los ascendientes, hubo riñas, celos, desafíos, enemistades ruidosas; y, aunque éstas no separaban ya a los descendientes, contribuían a afirmarlos más en que su muerto era superior a los muertos de los otros. En esto eran todas irreductibles. Los que más brillaban eran los que tenían descendientes más intrigantes, no los que valieron más.
Se tenían celos y se espiaban, para conspirar y lograr un artículo, una entrevista, un honor antes que los otros.
Se indignaban de que la Prensa no daba una atención constante a los antepasados. Creían que la envidia de los jóvenes tenía prisa de enterrar, de quitar de enmedio, a las glorias antiguas.
Quizás pensaban así por su propia experiencia ellos que estaban aplastados por la gloria de sus muertos. No podían ser más que descendientes. Parecía que necesitaban poner en el padrón: Profesión, "Descendiente".
Si uno era buen pintor comparado con los de su tiempo la envidia lo comparaba con el abuelo y distinguía sus nombres con los adjetivos de El bueno, aplicado al antepasado, y El malo, aplicado a él, injustamente.
Estaban siempre bajo la tutela del muerto. No podían atreverse a pintar, a escribir, a esculpir o componer música, sin estar anulados de antemano por la comparación. Las críticas estaban hechas con el patrón cortado de la degeneración de las familias.
Hasta en su vida privada había que estar atentos a no empañar la gloria del ilustre.
Sobre todo no podían trabajar, ni llevar cuentas como las personas vulgares. Los tentaba a todos el arte, ser músicos, artistas, pintores, pero nada más.
Los que no tenían fortuna, preferían pedir a sus conocimientos, empeñar y trampear, antes que descender a trabajar o tener un empleo.
— ¡Qué diría el abuelo si levantara la cabeza!
Concha era de la aristocracia de los descendientes. Ella tenía un concepto de su superioridad, del que era celosa. Censuraba a la hija del escultor Marsilla, tan desarreglada haciendo gala de su bohemia de ilustres. El día que tenía dinero se daba un banquete la familia, champagne, langosta, caviar y cuanto encontraban de exquisito en el mercado.
Luego venían los días de ayuno, de acostarse sin comer nada más que lo que tomaban en los tés.
Mandaban a empeñar ropas, sábanas y colchones y luego recurrían a los admiradores del padre para que se los sacaran del Monte de Piedad, pregonando su miseria sin pudor ninguno, a pesar de tener cuatro hijos varones, que no podían trabajar en un oficio, sin menoscabo de su gloria.
Era bastante corriente aquello entre los descendientes. Los del pintor Nogales, del dramaturgo García, del músico Sánchez, todos explotaban su situación de privilegio a costa de los antepasados.
La viuda del poeta Valarino era un caso abominable. Tenía en la bohardilla, entre los trastos viejos, los versos, aún inéditos, de su marido, cartas, coronas y hasta retratos, con autógrafos de príncipes y monarcas, sin hacer caso de ello para nada.
— ¿Cómo podrá un hombre de talento casarse con una bestia así, incapaz de comprenderlo?—solía preguntarse Concha.
—Les está bien empleado, porque se casan, dominados por la lujuria, con el primer montón de carne que encuentran—decía otras veces.
Las de Pino Hermoso eran, no sólo un caso de indiferencia para el gran novelista que fue su padre, sino de hostilidad.
—Tuvo la habilidad de no dejarnos un cuarto, con una honradez estúpida—decían con rencor—. Nos hubiera hecho falta menos gloria y más dinero.
Igual les pasaba a las de Rodríguez.
—Nuestro padre, con su música y, con su gloria, no se cuidó jamás de nosotros—decían—. Nunca nos dio un beso. Era una fiera para la familia.
Había el caso de las de Marchán que medían la gloria del bisabuelo por los millones de reales que había ganado. Amadito, un pollete aristocrático, solía llevar en la cartera, para enseñarlo, el balance de los ingresos, que el ilustre tuvo la paciencia de hacer, y humillaba con sus millones de reales a los que no cosecharon más que gloria.
Eran pocos los casos de-la discreción de Rosita, la descendiente del poeta Márquez, que hacía de la memoria del padre un culto silencioso para guardarla en su espíritu como en un santuario, siempre llena de ternura filial y sin explotarla jamás.
Era a esa a la que le tenían más y odio, porque, con su conducta ponderada, hacía más notable el contraste de sus egoísmos y ridiculeces.
Tipo había que, sin perjuicio de enorgullecerse de su alcurnia cuando les convenía, ocultaban celosamente todos los detalles de sus antepasados, en cuya moral había alguna mancha.
A casi todos les molestaban las abuelas. Las esposas de los ilustres no hacían el mejor papel. Quedaban, por lo menos, en un plano inferior, reducidas a una especie de gobernantas que no participaban de la gloria del esposo. Se quedaban anuladas por ellos hasta ante la misma familia.
Además, era peligroso investigar en las abuelas, ya por una cosa, ya por otra.
Conchita no gustaba de hablar mucho de la suya, y eso que no había sido de las que pusieron en ridículo al marido por su infidelidad. Algunas hubo que abandonaron al genio y hasta a sus hijos por un hombre grosero y vulgar.
Su abuela no era de esas, pero no era chic. Procuraban mencionarla sólo de pasada, con su frase hecha:"'Una esposa virtuosa y bella". "La ejemplar compañera de su vida." Bastaba con eso.
Pero les molestaba que les hablasen de ella. Los descendientes rivales guardaban el recuerdo de que doña Juana fue una criada de los padres de don Francisco Campo Grande.
No debía ser mujer sabia, porque cuando su marido llegó a académico ella aprendió a leer; y se interesaba tanto por las grandes ideas que en las comidas o en los bailes a que don Francisco tenía que ir acompañado, por exigencias protocolarias, ella solía preguntar de pronto, poniendo en un compromiso al interlocutor:
— ¿Qué piensa usted de lo inmanente? o ¿A qué escuela filosófica está usted afiliado?
La meticonería que había heredado Concha...
Aquella tarde, Concha se sentía feliz. Nunca había sido su reunión tan numerosa. Se veía el influjo de sus relaciones con el ministro Castro Martínez. Venían por primera vez muchos aristócratas a los que ya conocía de encontrarlos, en sociedad, pero que no la habían visitado; y les habían presentado otras damas y caballeros. Todos personas distinguidas.
Para que no quedase nadie sin enterarse de la carta que, por mediación de Castro Martínez, le había escrito aquella tarde el presidente del Congreso; Conchita había tenido que leerla ya más de treinta, veces. Su excelencia le ofrecía interesarse en el traslado de los retos del ilustre muerto y tenía palabras lisonjeras para, el talento y la belleza de la madre y de la hija, repitiendo la vulgaridad de las facultades heredadas y de tal palo tal astilla.
Resultaba muy elegante aquella reunión en la linda salita del piano, llena de almohadones y flores, con trapitos bordados y cintitas rosas, desde cuyo testero principal presidía el retrato de Campo Grande, embutido en su levita, con su gran perilla y la cara pálida hasta la amarillez, por la decoloración de la pintura, que perdía los tonos de carne para tomar los tonos de cera.
Allí estaban coronas del difunto, diplomas y medallas, en la vitrina, la casaca de académico con las palmas bordadas y el espadín cerca de la banda de ministro. No faltaba un gran guante de cabritilla que se quitó para firmar el célebre manifiesto de Octubre y la pluma de oro que empleó.
El cajón del entredós estaba lleno de cintajos y de autógrafos de don Francisco, de cartas de amigos suyos que llegaron a ser célebres. Eran las cosas que se sacaban y se enseñaban los días de gran recepción y que les servían de credenciales para presentarse ante las nuevas relaciones importantes.
Adelina estaba encantadora con el traje fresa, que le sentaba bien a su belleza de rubia bobalicona, de tez lechosa.
Lo habían hecho entre su madre y ella por un patrón cortado de La Moda, pero le había puesto una etiqueta de un gran modisto para no confesar que era factura de Madame Manazas. Era Adelina, con ayuda de dos amigas jóvenes, la que servía el te; pero antes había salido un cuarto de hora de la sala para ir a la cocina a hacer unos buñolitos especiales, que no sabía hacer nadie como ella y la mamá quería que los probasen sus invitados.
—No debía yo decirlo—confesaba—, pero es una alhaja esta hija mía. Todos los sandwiches, las pastas y hasta el plum-kake están confeccionados por ella. Tiene unas condiciones de mujer casera que encanta.
Todos asentían, cumpliendo la obligación de engullir doble ración de las apetitosas golosinas hechas por las manecitas de la biznieta de Campo Grande.
¡Se prestaba a tanto flirt y coquetería un té así! La primera taza, haciendo abstracción de las damas, fue para el señor ministro, que rebosaba contento viéndose tan mimado, concedía gran importancia a todo aquello, y se dejaba deslumbrar por el brillo de la ilustre alcurnia, recordando los sencillos aldeanos que fueron sus padres y lo mísero de su infancia. ¡Tenía cerca de veinte años cuando vio por primera vez un cepillo de dientes!
Paquito se sentía feliz entre un coro de chicas que se lo rifaban por su parecido con el bisabuelo y por la esperanza de lo que podría llegar a ser un chico a cuya casa iban a tomar el té los ministros.
Su excelencia se entretenía en ver el gran álbum de retratos en daguerreotipo y de las primitivas fotografías. Todas pequeñitas, de fondo claro, por lo general, con figuras de cuerpo entero—porque el perdonar el salir todas enteras fue una conquista de la costumbre de retratarse—, estaban todas muy perfiladas y muy vestidas. Ellos, con la chistera y los guantes puestos, y ellas, con las mantillas, los chales y las capotas. Era uno de esos albums que parecen dar abolengo aristocrático a sus poseedores y que compran en el Rastro los nuevos ricos.
Toda aquella colección de retratos de muertos daba la impresión, por su amarillez, de que se habían retratado después de morir. La época les daba a todos un aire de familia. Se advertía cómo con la moda cambiaba el tipo físico. Era una contextura diversa de la actual la de aquellos hombres enjutos y algo ascéticos y de aquellas mujeres de anchos hombros, senos opulentos y cuerpos en forma de ánfora.
Había siempre un deseo de saber ante el enigma de aquellas personas que vivieron y quedaban así inmovilizadas y mudas.
Castro Martínez preguntaba con interés, y Adelina sentía cierto orgullo al responderle que aquel caballero con el hábito de Santiago, que parecía salir del baño, era su tío; que la dama del collar de perlas era su tía, que la otra, tan hermosa, era su abuela. La enseñaba con gusto al verla tan guapetona con el mantón de flecos, el velo encima y el libro de misa en la mano. Tenía un aire de solemne distinción.
Conchita tendía sobre la niña una lánguida mirada maternal, deseando sorprender las emociones que causaba a Castro Martínez y veía con disgusto cómo Adelina se distraía, mirando sin cesar hacia la calle con la inquietud de que Manolo la viese en aquel flirt por la ventana abierta.
—Se parece usted a su abuela dijo, queriendo ser galante, Castro Martínez.
La joven levantó sus hermosos ojos ahuevados, como ojos de muñeca de cristal, y los fijó sin expresión en el personaje.
— ¡Qué ojos tan hermosos y tan limpios! — siguió él, bajando su fuerte vozarrón—. Parece que en ellos resbala todo lo que miran. Por eso me gustaría mirarme en ellos.
Esperaba una contestación; pero Adelina había visto pasar a Manolo por la acera de enfrente en aquel momento preciso de la mayor infidelidad. El corazón le dio un vuelco en el pecho, con un movimiento de pájaro asustado. Todo su amor se levantó imperioso con el miedo de perder a su novio o de causarle una pena, y, sin reflexionar ni darse cuenta, soltó el álbum y escapó corriendo, con gran susto de la madre, que no sabía qué hacer para disculparla.
Pero Castro Martínez sonreía ante lo que creía huida de la inocencia asustada, mientras Adelina le hacía señas a su novio desde la ventana de la alcoba.
Cuando se despidió besó respetuosamente, con un beso filial, la perfumada mano de Concha y le dijo:
—Esta misma semana arreglaremos lo del traslado del abuelo.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.