El tesoro del castillo
Gelesen von Alba
Carmen de Burgos y Segui
Aquella, noche de luna había sabido aprovecharla bien el tío Manolo, para reunir en su era a los vecinos a desperfollar el enorme montón de mazorcas, resecas por el sol, sin que nadie echara de ver el trabajo con la agradable compañía de la gente moza y la salsa de sus historias de viejo marrullero.
En el centro de la empedrada era se apilaban las panochas envueltas en su sayal de estameña, por el cual aparecían las hebras de una cabellera seca y marchita. Sobre la pila, una gran espuerta de dar el pienso a las vacas, iba recibiendo a las que eran despojadas de su ropaje por la turba de chiquillos, hombres y mujeres, que sentados sobre las falfollas mullidas y crujientes, rompían con pinchos de madera la tosca envoltura, la seda interior guardada bajo ella, y después de separarlasdel tallo con rumor suspirante, las arrojaban al aire, rasgado con sus destellos de luz, para ir a caer en ]a espuerta, donde al chocar las facetas de los granos de oro, producían chasquidos de besos y risas de colegialas.
Aquel rasgar ropajes y desnudar mazorcas se verificaba entre la alegre charla y algazara de los mozuelos de ambos sexos, que estallaba con la franca alegría engendrada por la proximidad de la carne joven, mientras a un extremo del montón, las gentes formales rodeaban al tío Manolo y oían sus palabras con algo de respetuosa consideración, descuidando un tantico a los muchachos.
Y la verdad es que en aquellos momentos podían descuidarse sin peligro: la luna, demasiado hermosa para ser discreta, les envolvía en la luz vivísima, enemiga del misterio, y tornaba tímidos a los amantes más audaces. El muchacho afortunado que encontraba una mazorca de granos de sangre, era el único que de vez en cuando tenía el privilegio de abrazar a las mozas, y si era mujer la agraciada con el hallazgo, golpeaba a los compañeros, descargando mayor número de palos sobre los que le interesaban más, con la hipocresía obligada de la hembra.
El tío Manolo sonreía contento: la gente trabajaba, y la enorme espuerta de esparto se iba llenando rápidamente.
—¡Ánimo, familia!—dijo sin poder ocultar su alegría —; nos hemos descuidado mucho y temo verllegar a Septiembre con los fueros que anuncian las cabañuelas.
—¿Y cree usted que tendremos buen año de pan y aceituna?—preguntó un labrador.
—Te diré, te diré—repuso con calma reflexiva el viejo—; las señas del cíelo no son malas, pero estos años bisiestos suelen ser engañosos como mulas de gitano. Yo he visto mucho... Una vez, en Castilla la Nueva... allá por los tiempos de la reina...
Cesó el ruido de las falfollas rasgadas y crujieron las que servían de asiento por el movimiento instintivo de los circunstantes, para acercarse al tío Manolo, despierta la atención con el anuncio de una de sus historias. Por un momento no se escuchó más ruido que el de la maza de madera que allí cerca volteaba un muchachote moreno, dejándola caer sobre los manojos de esparto cocido, puesta sobre la gran piedra viva, para quebrantar a fuerza de golpes su dureza y poder trenzar las labores.
—Cuente usted, cuente usted—exclamaron varias voces.
Pareció agradar al viejo el interés que demostraban por oírle; irguió el cuerpo, se pasó el dorso de la mano callosa por los agrietados labios, y después de paladear la pastosa saliva, se aprestó a principiar su historia.
El tío Manolo, aperador de los condes de Zaldívar, gozaba en todo el campo de Níjar consideración y fama de sabio y de hombre bueno; nadie como él entendía las señales del cíelo para predecir el tiempo; sabía un poco de letra, conocía las virtudes de las hierbas, podía entablillar un brazo o una pierna, poner sanguijuelas y ventosas, y hasta practicar una sangría en caso necesario. Pero la debilidad del buen viejo era contar con cierto aire de filósofo aventuras leídas en sus libros, de las cuales se presentaba como héroe, y aprovechaba todas las ocasiones para encajarlas con la indispensable muletilla:
«Era allá por los tiempos de la reina...»
El contaba siempre desde la época decisiva de su vida en que sirvió en el ejército; tenía para referir todos los hechos su era de la reina, como ios cristianos el nacimiento de Jesús y los árabes la huida de Mahoma.
El tío Manolo era un excelente cuentista, sabía buscar los efectos en su oratoria improvisada, redondeaba los puntos con cierto énfasis y buscaba los latiguillos con el mismo arte que un atildado conferenciante de Ateneo. Aquella noche, para entretener a los vecinos y acabar la tarea, eligió un tema interesante. Los tesoros ocultos en el contorno. Él sabía bien todo aquello; allí mismo, bajo las piedras de la era, estaban enterrados los cimientos de una gran fábrica árabe; aquellos campos habían sido una linda ciudad, más hermosa que son ahora Níjar y Almería; pero era una ciudad de perros moros, de gentes renegadas que no creían en Dios, y los arrojaron de allí unos buenos reyes católicos, unos príncipes que por acabar con la herejía en sus Estados, no vacilaron en quemar a sus subditos, arruinar la agricultura, dejar los campos desiertos y la nación empobrecida.
Los moros huyeron, huyeron más allá de los mares, y como los buenos católicos los perseguían con saña y les quitaban las joyas y el dinero, que sin duda no conservaba olor de perro ni de judío, dejaban enterrados sus tesoros, su oro y sus piedras preciosas, con la esperanza de volver a recogerlas, o al menos vengarse, engañando la rapacidad de sus perseguidores.
El tiempo pasó; los moros no habían vuelto, y los tesoros embrujados, ocultos bajo la tierra, se enredaron en algunas ocasiones a la punta del arado de un campesino, que se vio dueño de fabulosas riquezas y abandonó la comarca, temeroso de que se las reclamara el Estado en nombre de los sucesores de aquellos piadosos reyes católicos.
Mas he aquí que las almas de los moros muertos vagaban en torno de sus tesoros, y algunos, deseosos de comprar con ellos su asiento en la corte celestial, aunque tenían un poco miedo a los santos cristianos, elegían a un trabajador honrado o a una muchacha guapa para revelarles en sueños el lugar donde escondieron la fortuna; ellos mismos designaban a los que habían de ayudarles en la busca. ¡Desdichado del que en tal caso fuese indiscreto! Si revelaba la merced recibida, el tesoro se volvía carbón o ceniza; más de uno halló las orzas de monedas de oro convertidas en pavesas por su culpa.
Y el tío Manolo narraba ejemplos a millares en medio de la general atención y del silencio, que sólo interrumpía su yerno, mocetón grueso, de faz rubicunda y afeitada cuidadosamente, como todos los campesinos, que no se permiten llevar pelos en la cara, con constantes exclamaciones de admiración:
—¡Señores! ¡Caballeros! ¡Digo!
El tío Manolo se complacía sinceramente en aquel aplauso, sin recordar la manía admirativa del muchacho, que repetía continuamente las mismas palabras, aunque de los asuntos más triviales le hablasen.
No sería así el futuro yerno, el novio de Dolores, ya lo veía él; y eso que se llevaba la mejor prenda de la casa, porque la hija casada, Pepa, era una mujercita anciana a los veinte años, seca y marchita, con el talle sin curvas y el cabello escaso, agotada por la debilidad de un organismo sometido a la esclavitud moruna de la hembra andaluza. Dolores era una muchacha frescota y lozana, de formas redondas y caderas amplias, que traía revueltos con sus desdenes a todos los mozos de las cercanías. Pero la pícara era ambiciosilla; no quería trabajar, tenía humos de señorío y prefería casarse con aquel vejestorio de Gaspar el molinero, para tener hacienda y bienestar. Las mujeres son el demonio cuando reflexionan y tienen cabecita. Aquella muchacha, que jamás había sentido amores, elegía por marido al ricachón de una manera calculada y fría.
El tío Manolo la dejaba hacer, pero no sería por su consejo por lo que se casara: como hombre práctico, se dolía de una juventud tan mal empleada; en su prudencia de rústico, se limitaba a callar o deslizar de vez en cuando una frase insidiosa acerca de la vida de Gaspar, que no era del todo limpia.
Hijo de un labrador del cortijo cercano, Gaspar fue al servicio ele la reina, pero desertó de las filas para sumarse al ejército del pretendiente; a su vuelta a Rodalquilar hablaba continuamente del rey legítimo con tal entusiasmo, que le había valido el sobrenombre de don Carlos. Esto era lo que Manolo no perdonaba a su futuro yerno: él fué buen soldado de ia reina, y aunque le habían dicho que ya no estaba en su palacio de Madrid y que la habían echado de España, la recordaba siempre con las mejillas encarnadas, robusta como moza de molino, del mismo modo que cuando iba a pasar revista a las tropas luciendo en espléndido descote los botones obscuros de los senos.
No; no era santo de su devoción el futuro yerno: viejo, avaro, no pensó jamás que pusiera los ojos en su Dolores; pero la chiquilla supo atraérselo con diabólica habilidad y hacerle romper las relaciones con la Larga, una pobre solterona que fué su novia más ele veinte años.
El tío Manolo estaba inquieto; la Larga, en su enojo, olvidaba la prudencia campesina para amenazar con la venganza; se habían roto las buenas relaciones de cortijo a cortijo; los ganados del conde no encontraban paso fácil cerca de la finca de la rival; todos los días había denuncias por tal o cual bestia escapada que entraba en los cercanos terrenos, plantados de arbustos y viñas aquel año con la más perversa de las intenciones. La despechada solterona tenía ingenio para inventar diabluras que molestasen a los vecinos.
Mientras contaba sus cuentos el buen hombre, observaba con el rabillo del ojo a la pareja. Dolores estaba sentada sobre un montón de hojarasca como una reina en su trono, fría, inmóvil, serena; la luna daba una palidez azulina a la tez blanca del rostro y a las manos, que se movían perezosas; las largas pestañas espesas marcaban a los ojos, grandes, un círculo de sombra; los cabellos, de un negro intenso, parecían despedir reflejos metálicos, y el pañuelo de Manila se plegaba al talle de escultura con la severa ondulación de un manto. Se veía bien que no escuchaba los cuentos del padre ni los requiebros del prometido.
Y entretanto seguía resonando, lento y sordo, el golpe de la maza, que volteada por cima de su cabeza, dejaba caer el muchacho moreno sobre el manojo de esparto.
Su voz vibrante rasgó el aire entonando un cantar a intervalos irregulares, entre golpe y golpe, como si sus pulmones de veinte años no sintiesen la fatiga del trabajo:
Permita Dios de los cielos
que como me matas mueras,
y que te vean mis ojos
querer y que no te quieran.
La voz metálica, llena, espumante de pasión, vino por un momento a ganar la atención del corro y a interrumpir ai narrador.
—Aquí podía estar ese bigardo—gruñó un viejo al tiempo de levantarse, y añadió en voz alta:— ¡Eh! Juanillo, ven a vaciar esta espuerta.
—Al momento, al momento—repuso alegremente la voz del cantor—; ya he majado tres manojos para hacernos buenas crinejas y esparteñas.
Tiró la pesada maza como un juguete, se acercó al corro, cogió una asa de la espuerta y preguntó:
—¿Quién ayuda? No será usted, tío Pedro, ni tampoco Gaspar; ya no tienen ustedes edad de esto.
Dolores no pudo disimular un gesto de disgusto, en tanto que Gaspar fingía una oportuna distracción ante la frase agresiva del muchacho, y el tío Pedro juraba que él solo tenia más fuerza que todos los mozos del lugar. Para probarlo, asió con ardor juvenil la espuerta y mostró su cuerpo alto, enjuto, con los tendones esculpidos sobre el hueso bajo la piel cobriza y sin jugos, como si fuese una figura vaciada en bronce. Su cabellera blanca escapada bajo el pañuelo de hierbas y su cara curtida le daban semejanza con un retrato del Greco. No tuvo necesidad de probar su fuerza: los otros mozos del cortijo se apresuraron a quitarle el trabajo, con servilismo que revelaba en el viejo a un poderoso. Se sabía que el tío Pedro era una especie deespía impuesto por el amo y le contaba hasta los menores descuidos. Todos le odiaban y le temían, con ese miedo que inspira el sentir cerca el aliento de los polizontes; inflexible, rígido, era un absolutista indomable. A todo el que no cumpliera su deber se le debían dar cuatro tiros; justicia seca para todos; nada de piedad; el amo decía, riendo de los excesos de celo del tío Pedro, que dentro del cuerpo de aquel fiel servidor suyo había encarnado el espíritu de Torquemada.
Volvió la espuerta vacía a ocupar su sitio y tornó el tío Manuel a sus consejas; nublos ligeros como vellones de lana corrían el azul y lo rizaban con sus gasas blancas; algunos velaron la luna entre cendales de encaje, y la atención de los jóvenes se distrajo de la narración para suplir con sus miradas y sus aproximaciones las faltas de la luz.Ahora contaba el viejo el hallazgo más maravilloso que llegaba a sus noticias. Describía con frase pintoresca la cabana de un pastor en la sierra, un pobre hombre que en compañía de su mujer y tres hijos pasaba crueles inviernos de frío para poder darles un pedazo de pan. Unas cuantas cabras constituían toda su hacienda, y como no tenía terrenos en donde pudieran pacer, iba con ellas buscando ios escasos montes comunales que la rapiña de los políticos había dejado en el contorno. La pobre mujer bajaba a vender la leche, la mayor parte de las veces a cambio de pan, harina, frutas u hortalizas, y con la sobrante se hacían sabrosos quesos, que eran su único regalo.
El verano no se pasaba mal; la hierba era abundante, las frutas estaban baratas y el sol acariciaba las carnes amoratadas por el frío de la estación invernal. Entonces él, la mujer y los chiquillos cogían el cogollo y el esparto y ganaban unos cuantos duros para las necesidades más perentorias.
Eran casi felices cuando sobre la mesilla de madera lucían en el plato vidriado la ensalada de pimientos y tomates, rebosando aceite, y como manjar extraordinario el pesado y moreno pan de trigo de la tierra, que el padre partía en grandes rebanadas con su navajón, oculto siempre entre los pliegues de la faja.
En la ladera del montecilio cercano a la choza lucían los cogollos de la palma, puestos a blanquear bajo los rayos de un sol de llamas; los manojos de esparto se apiñaban en un ángulo del corralón, y en los zarzos de caña se secaban higos y tomates, que la generosidad de las labradoras le daban en abundancia a cambio de los quesos y la leche, en una época en la cual la tierra ofrece óptima sus frutos con la esplendidez de la vida que se desborda en su continua renovación.
Melones, granadas y uvas pendían de las sogas que cruzaban el techo de su choza; las grandes calabazas de dorada corteza coronaban el alero de su tejado, y hasta podían reunir en sus arcones puñados de trigo, de cebada, aceitunas, almendras y harina de maíz.
Entre aquella relativa abundancia el matrimonio olvidaba sus rencillas, se formaban risueños proyectos para cuando se vendiese el cogollo; proyectos algo parecidos a los que abrigan los niños cuando piensan en los objetos que desean, que valen cuatro reales cada uno y creen comprarlos todos con una sola peseta. Así pasaba el verano, con su dulzura de vida primitiva, dando los frutos de la tierra cuanto necesitaban para ser felices; soñando los padres y jugueteando al sol los pequeñuelos.
Pero volvía el invierno, con sus noches frías y sus días sin pan; la mujer maldecía de su mala suerte, y arisca o huraña, cuando no agresiva, volvíase iracunda contra el pobre marido, como si éste fuese culpable de su desdicha. Lloraban los chiquillos pidiendo de comer, y pasaban el día acurrucados cerca del fogón, mordiendo hojas de palmito que el padre les traía, desesperado de su impotencia.
Una noche, en que los chicos habían llorado sin consuelo, y en que la mujer le armó camorra por diversos y fútiles motivos, se quedó el padre dormido sobre las pajas que le servían de lecho, y vio en sueños levantarse el techo de la choza a impulso de un viento silencioso. En la obscuridad de la abertura brillaban estrellas v luceros incrustados en el manto de terciopelo negro de un hombre nonagenario, de barba blanquecina, que le decía con voz autoritaria: «Ve a Sevilla, y en el puente de Triana hallarás todo esto.»
Extendía una varita mágica y le mostraba un arcón lleno de oro y de joyas preciosas: más lejos la perspectiva de los goces y de la riqueza: un salón con estufa; muebles elegantes; mesas opíparas servidas por criados; música, festines y alegrías. Su mujer parecía una señorona; sus hijos iban vestidos de paño ñno y el viejo le mostraba todo aquel porvenir de alegría, repitiendo: «Ve a Sevilla, y en eL puente de Triana hallarás todo esto.»
Cuando la voz agria de la mujer desvaneció el sueño, se levantó tambaleándose como un beodo, y jamás su miseria le pareció tan desconsoladora como aquel día; nunca el aspecto de sus hijitos, con las carnes amoratadas por el frío en sus pobres harapos, le hizo tanto daño al corazón.
Sacó el ganado a pacer y siguió, distraído, sus huellas; regresó a casa como un autómata; aquella noche volvió a repetirse su sueño, y lo mismo sucedió al día siguiente... y al otro... Aquel viejo era su obsesión: lo veía ya hasta despierto; le seguía a todas partes, y en el viento creía escuchar el acento imperioso que le mandaba ir a Sevilla.
Y un día el pobre hombre no resistió más; cogió su zurrón, metió en él unos mendrugos y un par de pesetas, que escondía la mujer dentro de un calcetín, y por la mañana temprano, sin decir a nadie una palabra, dio su beso en la frente del hijo pequeñín, que dormía a su lado y sonrió al sentir la caricia, y escapó camino adelante.
El tío Manolo hizo gracia a su auditorio de los tormentos que el pobre hombre pasó en el camino. Unas veces le tomaron por un ladrón indocumentado; otras por un loco, al oírle preguntar por ciudad tan lejana; al fin, acogido en unas partes de caridad, rechazado brutalmente en otras, llegó a la hermosa ciudad del Guadalquivir y le pareció ver en lo alto de la airosa Giralda, que contemplaba admirado, la figura del viejo, mirándole entre burlón y compasivo.
Entonces se arrepintió de su caminata; entre el bullicio de la gran población le asaltaba el recuerdo de sus hijos, de sus cabras y hasta de su mujer. ¡Si el viejo no hubiera estado tan alto, le tira una buena pedrada con la honda!
Pero ya no había remedio. Resignado, se dirigió al puente de Triana. ¡Buen tesoro había allí! Unos cuantos pobres que tendían la mano a los transeuntes, pidiéndoles una limosna. El tuvo que imitarlos; un tío, con facha de franchute, le dio algunas monedas, y pudo saciar su hambre.
¡Cuánto tuvo que padecer! Sintió el frío de la indiferencia y del egoísmo de las grandes ciudades. En sus montañas, todo necesitado que llama a una puerta halla un rincón para dormir y un mendrugo de pan. Allí, el más cruel abandono, la desconfianza en todos los ojos que miraban sus andrajos, la indiferencia de cuantos pasaban a su lado. Se sentía pequeño, solo, perdido; piltrafa desechada por la sociedad al arroyo callejero, que va diariamente a engrosar el río de la miseria, del vicio, del crimen y de las grandes rebeldías.
Cruzaba las calles lujosas con sus tiendas, cafés y escaparates, centelleando con miles de luces, sin encontrar un rincón donde dormir. Las largas filas de carruajes le obligaban a detenerse. ¡Cuánta gente! Y todos ocupados en pensamientos propios, sin pensar en las necesidades y en los dolores de los demás.
Deslumhrado, aturdido, se internó por un dédalo de callejuelas obscuras, y llegó a una plaza pública; se dejó caer sobre un poyo de piedra y el cansancio cerró sus párpados con el velo consolador del sueño. Apenas descansaba unos instantes, la mano de una mujer se posó en su hombro y una voz aguardentosa murmuró palabras groseras en su oído.
Él había oído contar algo semejante a algunos viejos que sirvieron en el ejército, y sentía un miedo terrible de aquellas pobres mujeres.
—Vete—se apresuró a decirle—, vete; yo soy un pobre que no ha comido desde esta mañana ni, tiene en donde dormir.
La mujer le miró sorprendida.
—¿Piensas permanecer aquí?—le preguntó.
—¡Naturalmente! ¿Dónde he de ir?
—¿Pero no sabes que te cogerán y te llevarán a la cárcel por vagabundo?
¡A la cárcel! El pobre hombre necesitó muchas explicaciones para comprender que se encierra a los que no tienen pan ni lecho, en vez de procurarles ambas cosas. Y entonces recordó su choza, lejos del mundo, perdida en sus montañas, y suspiró por su libre pobreza y su ambiente de tranquilidad.
Asustado con la perspectiva de la prisión y los recuerdos de su familia, el pobre hombre rompió a llorar con amargura.
La mujer se conmovió, y llena de piedad se sentó a su lado y escuchó el relato de su desventura. La secreta simpatía de la miseria común les unió.
—Ya sabes lo que yo soy—le dijo ella—; pero eso no te importe. Vente a mí buhardilla. Tú saldrás de día a pedir limosna al puente de Triana; yo saldré de noche a hacer mi ronda; nos iremos arreglando hasta ver si puedes volver de nuevo a tu tierra.
Y aquella noche el pastor durmió sobre un desvencijado diván, al pie del lecho vacío de su extraña protectora.
Al día siguiente volvió a Triana. Los otros mendigos le dirigieron una mirada hostil; resonó entre ellos una especie de gruñido sordo, algo parecido al que modulan los perros cuando otro se aproxima adonde tienen su comida.
Tímido, asustado, se colocó cerca de ellos, el último de todos, y más de una vez dejó de alargar la mano a ios transeúntes, avergonzado y confuso, como si usurpara a sus compañeros de miseria lo que le daban.
Al mediodía pudo llevar unas cuantas monedas a su compañera, que dormía vestida sobre el sucio lecho.
—Poco es esto—le dijo ella—, pero es más de lo que yo he ganado hoy...
Y estiró el cuerpo cansado, barboteando una frase grosera contra sus acompañantes del día anterior.
Reunieron sus míseras monedas de cobre y pudieron comer y cenar.
La misma vida continuó en los días sucesivos; había algunos de abundancia, en ios que iban a comer caliente a la taberna o en los que su compañera ponía sobre la sucia mesa de tablas, sin mantel ni servilletas, sendos pedazos de jamón y jarras rebosantes de vino.
Poco a poco él perdía la cortedad para demandar limosna, y los otros lo admitían como un compañero de oficio. Su espíritu empezaba a encanallarse en aquella atmósfera infecta, lejos del aire sano de sus montañas.
Cerca de él se colocaba todos los días un ciego de larga barba blanca y aspecto patriarcal; tenía en el rostro una extraña bondad, un aire de iluminado, y sus ojos sin luz, claros, limpios, miraban con extraña dulzura; parecía que, a falta de retratar lo externo, se reflejaba en sus cristales la luz de un pensamiento tranquilo, sereno, como si fuesen la superficie de un lago que dejase ver el lecho de blanco cliinarro y doradas arenas, limpio de fango, por donde mansas y susurrantes se deslizasen sus aguas. Era el que recogía más limosna de todos los que en el puente de Triana imploraban la caridad.
—Buena suerte tiene usted, amigo—le elijo nuestro pastor un día que no había caído en sus manos una sola moneda, viendo lleno de calderilla el sombrero del viejo.
—¡Buena suerte!—contestó el pobre ciego con voz triste—. ¡Buena suerte, tener que pasar la vida mendigando y sin ver el sol! ¡Si yo tuviese vista!...
Y como si sintiera la necesidad de contar a alguien un secreto que le oprimía, le reveló que había soñado con un tesoro maravilloso, cuya revelación le hizo un viejo de barba blanca, vestido de estrellas.
A punto estuvo el pastor de gritarle que no hiciera caso de semejante embustero, conociendo en el retrato al viejo de su sueño; pero el ciego, sin atenderlo, seguía diciendo:
—El tesoro está muy lejos, muy lejos, en la provincia de Almería; ¿cómo ha de ir a buscarlo un pebre ciego?
—¿En la provincia de Almería?
—Sí; yo no he estado jamás allí, pero el viejo de mi sueno me lo ha explicado todo: a ocho leguas de Almería hay un lugarcito que se llama Rodalquilar; no es siquiera una aldea, es una cortijada perdida entre la garganta de algunas montañas que se abren en semicírculo a la orilla del mar. Una costa abrupta y salvaje lo defiende por ese lado; sus montañas dificultan la bajada, y la sociedad actual apenas imprimió allí sus huellas. En ese lugarcito, fresco, apartado, bañado por un cielo de luz, hay un suelo de flores bajo el que se ocultan innumerables tesoros, escondidos por los árabes al abandonar España. Es una tierra semiafricana, limite de Europa; desde sus montañas, cercanas al mar, el sol naciente deja dibujarse entre la brumalas costas de Oran y de la Argelia. Pues bien; allí cerca, en una de las últimas estribaciones que desde el soberbio Muley Hacen se estienden de Granada al cabo de Gata, en la cordillera de Sierra Nevada, está el cerro del Cinto, y allí, en una pobre choza de pastores, el tesoro más grande que guarda la tierra.
Mudo, respirando apenas, oyó el pastor describir su casa, su familia y su ganado; era en el ángulo izquierdo del corral, en donde dormía su cabra negra: allí estaba oculta la riqueza.
Al día siguiente los compañeros de miseria no le vieron llegar. Emprendió con las mismas fatigas de la ida el viaje de vuelta.
Al verlo aparecer, los hijos y la mujer huyeron de él haciendo la señal de la cruz, y murmuraron asustados las palabras con que aquellas gentes supersticiosas conjuran a los aparecidos: «De parte de Dios te digo que me digas quién eres y qué quieres, si eres alma del otro mundo y estás penando.» Trabajo y no poco le costó convencer a su familia, que le había creído muerto, de la realidad de su existencia y librarse de las explicaciones oue deseaban.
Impaciente esperó el alba para correr en busca de su fortuna.
A los primeros claros del día, mientras todos reposaban a su alrededor, se levantó cauteloso, cogió el pico y salió al corral. No dudó un momento del sitio en donde se hallaba la riqueza. ¡Con tal precisión lo describiera el ciego! Empezó el trabajo con afán, con ardor. La tierra, blanda, era fácil de remover; a los pocos instantes el pico tropezó con un objeto duro; apareció un enorme arcón. Al saltar la tapa, el sol, que lanzaba sus primeros
rayos, quebrados en las nubes como las varillas de un gigantesco abanico de nácar polícromo, hizo brillar el oro y las piedras preciosas, reflejándose en sus facetas con todos los colores del iris.
¡Era verdad! ¡Allí estaba el tesoro! Y la pobre familia, arrodillada momentos después en torno del arcón, como adoradores del becerro de oro, removía atónita, metiendo los brazos hasta el codo, el montón de monedas y de piedras, que chocaban con ritmo cadencioso y cristalino.
Y los pastores dejaron la cabaña, se fueron a la ciudad y se convirtieron en señorones.
—Pero lo más curioso del caso es—añadía el tío Manolo—que el pastor y su familia jamás le han perdonado al viejo hacerle ir sin necesidad a Sevilla, cuando de lina vez podía haberlo dicho todo.
Rieron las mujeres de la salida, y una dijo sentenciosamente:
—Eso lo haría el viejo para que el ciego de Triana tuviese también su parte.
—¿Se la daría el pastor?—preguntó con candor una niña.
—Los que se enriquecen no son jamás agradecidos— contestó el tío Manuel—, y lo probable es que el ciego haya muerto extendiendo la mano para implorar un pedazo de pan.
—¡Pero eso es una infamia!—exclamó la muchacha con la impetuosa generosidad de todo corazón sano capaz del dolor de la injusticia—. No puede ser verdad.
Sintió herido su amor propio de narrador el tío Manuel. ¿Que no podía ser verdad? ¡Pues no era el primer ejemplo de ingratitud y codicia! Y para legitimar sus fábulas con la Historia, empezó a referir el origen de la riqueza del señor de Frayle: provenía de un tesoro, sí; nada más que de un tesoro, pero mal ganado; un mozo de labranza que
lo soñó dentro del corral de la casa y que fue deapojado de él en el momento de sacarlo. ¡Aquel dinero
sí que debía haberse vuelto ceniza! El pobre criado pedía limosna de caserío en caserío, mientras los otros compraron fincas y se hicieron señores y politicones en la ciudad.
Una risa nerviosa, fresca y cristalina vino esta vez a interrumpir la narración. Salía de un grupo de muchachas, entre las cuales se había sentado Juanillo; una nube velaba en aquel momento la luna, y el cuerpo de la reidora se movía convulsivo, como si tratase de disimular cosquillas. Cuando pasó el momentáneo eclipse, Juanillo estaba ocupado en buscar un pincho para limpiar mazorcas, y Petrilla, una graciosa moreneta de quince años, esquivaba las miradas de todos, con los colores de la cereza madura en las mejillas.
Algunas chanzas salieron de labios de las mozas contra las travesuras del revoltoso muchacho; defendióse él con garbo, acusando a las jóvenes que le provocaban con sus gracias; protestaron ellas, y en alegre tumulto se cruzaron chistosas palabras y disputas.
Todos hablaban y reían a un tiempo; algunos pidiéron la guitarra y que se suspendiese el trabajo, para bailar a la luz de la luna; otros aprovechaban la distracción para buscar en la espuerta las mazorcas encarnadas v dar la vuelta al corro abrazando a las muchachas, que pagaban con golpes su rudo agasajo.
La juventud recobraba su imperio, y la alegría, contenida largo tiempo, estallaba al fin en un raudal de notas bulliciosas; Juanillo era de los que más animaban con su decir regocijado. Caían pocas mazorcas en la espuerta, y cada vez se escuchaba más de tarde en tarde el sonoro chasquido de sus golpes. Sólo Dolores permanecía indiferenteá todo, inmóvil, fría. Había algo en su actitud que helaba la confianza: ni las chanzas ni las bromas llegaban hasta ella, como si su espíritu estuviese lejos de allí.
Gaspar, molesto de la alegría general, hacía coro al tío Pedro en renegar de los juegos de los mozos, después de haber intentado seguirlos en ellos.
Dio al fin permiso el tío Manuel para echar una coplita; empuñó un mozo la guitarra, que Juanillo trajo en dos saltos del cortijo, y las notas resonaron suaves y cadenciosas, con esa dulce tristeza que recuerda el alma árabe en los cantos andaluces.
Salió la pareja airosa de Petra y Juanillo al centro del nuevo corro formado por los jóvenes; rasgaron el aire los ecos apasionados de una copla de fandango, brotando de la garganta como espuma de pasión que estalla en los labios.
Enarcó la mozuela los redondos brazos sobre la airosa cabecita de negros rizos, y su cuerpo flexible se doblaba, ora a un lado, ora a otro, con graciosa curvatura.
Los menudos pies dibujaban arabescos sobre el empedrado de la era; los ojos de luz, entornados en suave desmayo; los labios, entreabiertos, parecían beber la vida y buscar algo desconocido oculto en el azul.
Enmarañado el cabello, suelta la faja, abierta la camisa y desnudos los pies, Juanillo bailaba con sencilla gravedad, seguía el ritmo de su compañera; pero en sus movimientos, ágiles y graciosos, había algo de severa y varonil dignidad que despojaba la danza de esa dulzura almibarada o grotesca que suele repugnar en las contorsiones de todo bailarín.
A Petrilla sucedió otra muchacha, que repitió las figuras o mudanzas del fandango, diferentes en apariencia para cada una por la originalidad de los movimientos y el sello que le imprimieron.
Los espectadores, enardecidos ya con su diversión favorita, jaleaban a los bailadores, impidiendo a las muchachas dejar la danza por la precipitación con que empezaban copla nueva, sabiendo que el código de la cortesía impide a las jóvenes dejar el baile si hay una copla empezada.
A veces dos coplas salían al mismo tiempo de diversos lados del corro, y la letra, distinta, se armonizaba por la cadencia de las mismas notas, cantadas en voces diferentes de un modo tan extraño, que parecían chocar y cruzarse, sin llegar jamás a confundirse las ondas sonoras.
Todos querían cantar o hacer algo para merecer el premio del abrazo obligado que da la moza que deja el baile al tocaor y los cantaores.
— ¡Dígale osté algo a ese lucero, buen mozo! —decía de pronto un muchacho, con todo el énfasis posible.
—Una rosa—contestaba galante el bailador.
—Gracias, amigo—replicaba ufano el demandante.
A veces no se satisfacían con tan poca cosa, y uno exclamaba:
— Diga osté a esa niña tres cosas.
—Clavel, clavellina y rosa.
—Digalas osté al revés.
—Rosa, clavellina y clavel.
—Dígalas al derecho.
—Un ramo contrahecho
El demandante tiraba al suelo su sombrero dando las gracias, y al empezar el baile otra mozuela se repetía el mismo diálogo, sin cambiar palabra, como hecho a propósito para complacer a todos. Sudaba Juanillo, cansado de tanto bailar, a las cincuenta coplas, cuando al salir una jovencita rubia, de mirada dulce, otro mozo se le cruzó por delante, demandando con arrogancia:
—¿Hace usted el favor, amigo?
—Con mil amores—contestó el muchacho, y se retiró a un lado, limpiándose el sudor del rostro con el pañuelo que le alargó una moza, mientras la feliz pareja de novios bailaba, ufana de que todos les mirasen unidos siempre.
Las castañuelas habían surgido como por encanto de todos los bolsillos, y su ruido acompasado se extendía en el silencio de la brisa inmóvil por todo el contorno.
La madre de Petrilla fue la encargada de acabar con la diversión.
—Debe ser muy tarde, vecino—dijo dirigiéndose al tío Manolo—; ya asoman las cabrillas y mañana hay que trabajar.
Los viejos, que no tenían las mismas razonen de regocijo que animaban a los muchachos, acogieron con gozo la indicación, y sin escuchar las protestas de los que pedían que bailasen todas las jóvenes, o siquiera una alta y delgadita sentada sobre las rodillas de otra amiga que le arreglaba el pico del pañuelo de talle para salir al baile, se levantaron y corrieron por todo el ruedo exclamando:
—¡Roque! ¡Roque! ¡Roque! ¡Ha venido Roque!
Frase sacramental para deshacer toda reunión.
Fue preciso resignarse. Cesó el rasgueo de la guitarra, chocaron como en un sollozo las hojas de las castañuelas al volver a sepultarse en las faltriqueras de lana ocultas bajo las faldas de las mozas, y éstas rodearon a Dolores para despedirse, mientras los hombres estrechaban la mano de Manolo y las madres despertaban a los chiquillos.
Poco después la alegre compañía se alejó entre risas y algazara por el camino que serpenteaba, destacándose, con su blancura polvorienta de tierra pisoteada, sobre el fondo obscuro de los bancales labrados, el verde tierno de los sembrados tempranos y los rastrojos de segados maizales.
La gente de la casa se dirigió al cortijo: contento el tío Manolo, rezongando de la gente joven el tío Pedro, silenciosos y cansados los mozos y las mujeres, pensativo Juanillo, distraída Dolores, perdida la mirada vaga de sus ojos grandes y negros en las sombras lejanas de la noche.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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