La mujer fría
Carmen de Burgos y Segui
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Blanca, envuelta en el amplio peinador de crespón amarillo, con la cabellera ceniza y rizosa cayendo sobre los hombros desnudos, parecía, puesta de pie cerca de balcón, una estatua de piedra cubierta con la túnica de seda; pero aquella estatua animada sufría un dolor vivísimo, que se reflejaba en la mirada ansiosa y en las pupilas verdes que empañaban las lágrimas como si fuesen cristalillos de escarcha sobre una hoja tierna de árbol.
Se había acostado inquieta y preocupada después de despedir a Fernando en la puerta de la verja. Le quedaba una duda, que más bien creaba ella misma para engañarse. Eran ya muchas las veces que los enamorados huían al robar el primer beso a sus labios fríos. Pero esta vez quería dudar, porque era la única vez que amaba. No había mentido al asegurarle a Fernando que había visto en él su destino el día que lo vio en el teatro en el palco de los señores de Meléndez. Fue por acercarse a él por lo que le había hablado al viejo senador de sus sobrinas y por lo que quiso ir a tomar el té en su casa e invitarlas después a la suya.
El reto celoso de Edma había aumentado su pasión. La joven inexperta le decía así, con su actitud, que Fernando la amaba. Tenía que haberlo notado su novia para estar celosa hasta aquel punto. Había ella buscado a Fernando, lo había atraído y estaba satisfecha de la pasión que había despertado en él. Blanca había hecho un alarde de aquella pasión, sin compadecer a su rival, cuyo dolor era más fuerte que ese amor propio de mujer que hace a las desdeñadas aparentar indiferencia. Edma se sentía morir sin el amor de Fernando, y no lo ocultaba. Pasaba los días llorando, sin querer comer ni ir a ninguna parte, sumida en un duelo que estropeaba su salud y su belleza.
Creyendo que eran celos de la joven, don Marcelo había ido a rogarle a Blanca que le devolviera la felicidad cesando de recibir a Fernando. Pero, lejos de lo que esperaba, se encontró frente a una mujer enamorada, decidida a disputar a todos su dicha, a hacer triunfar su pasión pasando por cima de todos los obstáculos, cayese quien cayese, y que hacía callar todas sus razones filosóficas con las frases soberbias de egoísmo que existían en su propio corazón.
—¿Acaso la felicidad ajena es más respetable que la nuestra propia?
Pero por lo mismo que amaba como jamás había amado, su lucha era más empeñada que había sido jamás. No quería entregarse al amor de Fernando, por el miedo de verlo alejarse cuando sus sentidos, su tacto y su olfato sintiesen aquella extraña frialdad de su cuerpo y aquel incomprensible olor. Pensaba que lo mejor era huir, llevarse el recuerdo de su amor, dejarle una imagen de felicidad soñada para mantener siempre la ilusión con la fiebre del amor no satisfecho.
Pero no había sabido resistirse a la influencia de aquella pasión poderosa, incitada por el ambiente de la noche. El perfume de la madreselva y de las magnolias del jardín era acicate para sus nervios. La magnolia es flor traicionera para el amor, flor sensual, carnosa, incitante... como aquellas estrellas, magnolias sin luz, abiertas en el gran magnolio del cielo.
Había dejado que la boca de él se uniese a su boca gimiendo de pasión. Quería engañarse y aceptar la versión de que aquella reacción brusca, súbita, incomprensible en un enamorado, era el triunfo del espíritu caballeresco de Fernando. Se aferraba a la esperanza de que el joven la amaba lo bastante para sobreponerse a toda mala impresión. Si él la amaba con un amor intenso como el que ella sentía, sería superior a todas las cosas. Los otros, los que se habían ido, fueron a su lado guiados por el orgullo que atrae en la mujer a la moda. Fueron los conquistadores de ocasión, los amantes frívolos, superficiales, los aspirantes a maridos por su dote o su belleza... Fernando era distinto, era el amor. Tenía la seguridad de que había de volver.
Se engalanó para esperarlo aquella noche siguiente. Su belleza alabastrina, adornada con perlas, estaba soberbiamente realzada. Un frasco entero de perfume de angélica la rodeaba de un aroma intenso, violento que podía apagar todos los otros olores. Fernando era siempre puntual. En el tiempo que se trataban lo había visto ir a su lado siempre bueno y dulce, sin hacerle esperar nunca. Ella conocía su manera de llamar al timbre. Cuando él tocaba había una vibración extraña que la conmovía toda, y así lo veía llegar con su sonrisa abierta, franca, sonrisa con olor a romero y madreselva, que lo mismo que el aire de la montaña levantaba el corazón. Era sano de alma de tal manera, que esparcía en torno las sanidades y la alegría. Jamás su cuerpo, insensible a la temperatura, se había estremecido como la noche anterior, cuando pasaron sus manos carnosas y fuertes sobre el bruñido de su piel.
El tardaba. Blanca sentía la angustia, la zozobra de la espera, mirando impaciente el reloj, pensando cosas descabelladas que podían haberle sucedido, y haciendo proyectos locos para buscarlo.
Al fin, al cabo de medía hora de angustia, lo vio detenerse ante la veda. Venía andando despacio, como si lo llevase hacia allí una fuerza superior a su voluntad.
Después de la conversación con don Marcelo, él habría querido alejarse, romper con Blanca de un modo cortés, no volver a exponerse a aquella impresión de muerte cuyo horror no podría vencer. Sin embargo, cada hora que pasaba parecía aumentar su cariño. Ella no tenía culpa de aquellas anomalías de su organismo, de las que quizás no se daba cuenta en toda su gravedad, pues era piadoso ocultárselas, como se oculta su enfermedad a los tísicos y a los cancerosos. Se le aparecía Blanca como una princesa encantada de cuento de hadas, que sólo amaría a quien resistiese la prueba para hacer cesar el hechizo. Sin duda los hombres que se habían acercado a ella no la amaron como él, que no vacilaría en darse por entero a su adoración, aunque adquiriera la certeza de que su sangre estaba contaminada de una dolencia terrible y contagiosa, aunque su organismo anormal no fuese humano, aunque el espíritu amado viviese en una muerta desenterrada, aunque fuese un demonio encarnado... todo le daba igual. Era «ella», a fuerza de ser «ella», se desmaterializaba, se tornaba algo incorpóreo, sueño, idea. «Ella», el amor.
Al verla tan bella acabó de olvidarlo todo. Casi se reía de su impresión y de las historias de don Marcelo. Con aquellas supersticiones se influía en el ánimo de las gentes y miraban a Blanca como un ser sobrenatural. Era una anomalía la baja temperatura de su cuerpo, pero no lo bastante para llegar a esas exageraciones, que indudablemente propalaban los despechados y las envidiosas de su belleza. Acaso en Catalina de Médicis ocurría el mismo fenómeno y se tejían las leyendas de brujerías, demonios y hechicería en torno de ella, propaladas por sus enemigos.
Aquella blancura, aquel color admirable, aquella carne apretada cubierta de la piel sedosa, tan tersa, tan satinada, avaloraban la belleza de Blanca. Su rubio opaco, limpio, purísimo, daba esa sensación de reposo, de frialdad, que contribuía a la leyenda.
Pero a pesar de todo su amor, de todo su entusiasmo, de todos sus propósitos, no pudo disimular el rehilo que agitó su cuerpo cuando ella se apoderó con sus manos heladas de su mano febril para hacerle sentarse a su lado en el diván.
Los envolvía un ambiente de perfumes.
—Has tardado más que de costumbre —le dijo ella cariñosamente— ¡Hoy que te esperaba más temprano!
En aquellas palabras adivinó él lo que no le decían, la inquietud de toda mujer que ha concedido sus favores y teme haber producido una desilusión. Era una queja a la ingratitud de no haber venido antes a tranquilizarla.
Se apresuró a disculparse con asuntos, ocupaciones, enredos de familia que lo retuvieron hasta última hora.
—Además, quizá no soy culpable de haber tenido menos prisa en venir —añadió—, estabas tan en mi corazón, te tenía tan dentro de mi alma, que en algunos momentos no me daba cuenta de que estabas ausente.
—¡Zalamero!
Se sentía feliz, tranquilizada súbitamente.
—¿Quieres tomar un refresco? —le propuso. El sentía sed, esa sed que precede a los estados angustiosos, pero tenía miedo de tomar nada frío, de aumentar la sensación de frío que lo abrumaba.
—No... yo creo que sólo las bebidas calientes quitan el calor.
—Sí, es la última teoría, y la de ir vestido de lana en el verano. Yo tengo la suerte de no ser sensible a los cambios de frío ni de calor... y me siento siempre bien.
El la oía afanoso de ver si entreveía en sus palabras una explicación del misterio.
—¿No sudas?
—Jamás... pero tampoco siento el frío... Mira, sé hacer un cocktail especial que ha de gustarte. Lo prepararé yo misma.
Tocó el timbre y dio a las doncellas algunas breves órdenes.
El la miraba complacido. Le gustaba aquella familiaridad que hacía a la mujer bella y admirada como una diosa algo de mujercita casera.
—Te voy a hacer un ponche ruso —le decía ella, mientras ponía en la cocktelera un vaso de coñac, otro de ron, una copita de curacao, mezclado con unas gotas de amargo Reychaud, jugo de limón y azúcar.
—¡Pero cuánto ingrediente necesitas! —dijo él, mirando complacido la operación.
—Ahora té bien caliente. Con estas rodajitas de limón, que lo perfuman todo. Ya está. Verás cómo te gusta.
—Y tú.
—Yo me voy a preparar otro más simple. Sólo zumo de naranja con azúcar y unas gotas de Ginebra para aromatizar. No me gusta el alcohol.
—No. Bebe de éste.
Quería que bebiera de aquella mezcla de diferentes licores, con la creencia vulgar de que el alcohol, en las diferentes mezclas, marea más. Le gustaría verla beber, tomar aquellos licores que la embriagaran, que le añadiesen con su ardor una nueva gracia, que le incendiasen las venas de un fuego desconocido. ¡Cómo le gustaría ver encenderse sus mejillas y brillar sus ojos, aunque fuese con la lumbre del alcohol!
Ella cedía a probar las copas que él llenaba con demasiada frecuencia, vaciando rápidamente la cocktelera. Era él quien sentía vaguedad en la cabeza, y un nuevo fuego que hacía circular apresuradamente su sangre y latirle las sienes y el corazón apresuradamente.
La veía cada momento más bella, con su deshabillé elegante que tenía algo de traje de baile, y dejaba adivinar todos los contornos de su cuerpo de estatua. La hermosa cabeza, de líneas perfectas, sin más color que las esmeraldas de los ojos, se hacía obsesionante con su blancura.
Las ideas se iban borrando de su imaginación, olvidaba el relato de don Marcelo, la leyenda hecha en torno de ella, todo, para no ver más que su belleza y el encanto que lo envolvía.
Recostada en el diván, Blanca parecía ofrecérsele en un dulce abandono. El sentía cierto miedo en acercarse, un miedo instintivo de que no se daba cuenta.
—¿Qué piensas? —le preguntó ella.
—No sé si debiera decírtelo.
—Dos que se aman no deben ocultarse nada.
—Pienso en que quizás tú has amado a otros hombres.
—No. Te he sido sincera al decirte que he ido al matrimonio impulsada por las circunstancias, por abulia por falta de un amor que me hacía aceptar como buenos los enlaces que me ofrecieron.
—Es que yo no tengo celos de tus esposos... otros hombres.
—Nadie había reparado en mí antes del que fue mi marido.
—¿Pero después?
—Tuve pretendientes, flirteos sin importancia... Nunca se formalizó nada. No tienes razón de ser celoso.
El vaciló un momento, y al fin hizo la pregunta brutal.
—¿Y por qué causa no se formalizaron?
La vio estremecerse y guardar silencio como buscando una respuesta que no hallaba, desconcertada por su audacia. Al fin repuso:
—Cuando se habla con un señora, se supone siempre que el no realizarse algún amor ha sido porque ella no ha querido.
Se había alzado y le lanzaba un mirada altiva, fría.
Fernando se estremeció. Había ido muy lejos y temía haber ofendido a Blanca, haber causado en su amor propio, por su imprudencia, una de esas heridas por las que se desangra el amor.
Se acercó a ella y le cogió la mano. A pesar de su entusiasmo y de su amor, volvió a sentir aquel rehilo de su médula. Lo enervaba aquel frío de carne, que, sin duda por efecto de los relatos, le hacía recordar al cadáver.
Ella tenía los nervios en tensión. Notaba una dureza en sus articulaciones, que no le abandonaba la mano, que hacia una fuerza para no entregársele. Era su espíritu el que estaba apartado de él. Ansioso por conquistar aquel amor que parecía escapársele, hizo un esfuerzo para disimular la mala impresión y depositó un beso en su mano.
—Perdóname, Blanca de mi vida, los celos me vuelven loco. ¡Te quiero tanto!
Pareció conmoverse por la súplica y su cuerpo dejó la actitud de rigidez forzada.
—Blanca mía.
La estrechó contra su pecho, y en vez de buscar sus labios, la besó en la frente. Aquel beso le hizo bien. Era como el que tiene fiebre y pone los labios en un mármol, que apaga su ardor y lo alivia.
Blanca callaba, con los ojos entornados, abandonándose en sus brazos. Él, a pesar de su amor, se sentía cohibido. Indudablemente el tacto es uno de los mayores acicates del amor. Tal vez se ama tanto a los niños por ese tacto amoroso de la carne tibia, rosa y blanda, tan suave al tacto. En realidad, no se puede prescindir del tacto para el amor, como no se puede prescindir del timbre de la voz para la simpatía.
La besaba locamente, como si quisiera comunicarle calor con sus besos. Pensó que era preciso acabar con aquellas impresiones, quizás hijas de su estado nervioso, de su preocupación. Era preciso consumarse en la pasión para llegar a una normalidad.
Le cerró los párpados con besos, sintiendo cómo los ojos palpitaban como palomas bajo sus labios, y llegó ansioso a la boca... ¡El fato a descomposición! ¡Aquello era más fuerte que él, que su pasión, que su voluntad!
Sus brazos se abrieron y se apartó de ella con un gesto involuntario de repulsión.
Reinó un momento de silencio, que rompió un sollozo de Blanca.
Fernando se indignaba consigo mismo. No concebía lo que pasaba en su alma. La seguía amando y deseando locamente, y no podía superar aquella repulsión del tacto y del olfato.
—¿Qué tienes, Blanca?
Lo miró con sus hermosos ojos esmeraldinos, empañados de rocío helado. Había en ellos una expresión de desconsuelo inmenso. Fernando dudaba. ¿Acaso aquella mujer sabía la impresión que le causaba? ¿Era inocente? De un modo o de otro había una crueldad en dejarle conocer sus sentimientos. Los ojos verdes parecían suplicarle que no defraudase su pasión, que la tomara.
—Eres para mí algo tan grande y tan sagrado, que llego a ti temblando de pasión y no puedo vencer el respeto que me inspiras —le dijo, como disculpándose.
Ella no aceptó aquella galantería y le repuso con tristeza:
—No, Fernando, tú me quieres muy poco.
—¿Cómo puedes pensar eso?
—Lo veo
—Te equivocas.
—No.
—¿Quieres que te jure?
—Es inútil... Te lo he dicho muchas veces... Yo debo irme...
—No digas eso.
—Es preciso.
—Yo te seguiría.
—¿Para qué?
—Te he rogado que seas mi esposa.
—Pero yo no he aceptado.
—Sí, tú me has dado tu consentimiento tácitamente, no esquivando mis caricias.
—Es cierto..
—¿Entonces?
—No sé.. no sé... Pero hay algo que nos separa. Te veo llegar a mí lleno de amor y retroceder como si estuviese guardada por un espíritu que me defiende.
—Es sólo mi respeto, el verte tan superior.. El sentirme indigno de ti.
Se había vuelto a acercar y estrechaba de nuevo su mano, decidido a ser superior a todas aquellas sensaciones de neurótico que estaba padeciendo.
Acaso aquel olor que percibía no era más que el olor de su carne de mujer transcendiendo de los perfumes, en contraste con ellos. Tal vez un olor de raza.
Recordaba vagamente en aquel momento que los individuos de ciertos pueblos tienen un olor especial en su carne, en su piel, que los diferencia de los demás. Así los negros de las diferentes tribus se distinguían por el olor de sus cuerpos. Los gitanos tenían un fato especial; diferente de los indios, sus antecesores. Ese olor a carne humana, que se hace insoportable en un local cerrado, que tiene algo del olor caliente de un gallinero, era común a todos. Se podían distinguir las personas, como las flores, por el olor especial a cada una. El olor de Blanca no era fetidez de aliento, era un olor a descomposición, extraño, que lo mismo que su frialdad, recordaba al cadáver, pero en el fondo, tal vez no era más que un olor «de raza», acentuado, extraño, que se exageraba entre las esencias. Había que vencer esa fatalidad.
De nuevo unió los labios a sus labios cerrados, profundizó en ellos para besar los dientecillos blancos.
No sabía si es que ella no respiraba o si él contenía el aliento, pero dominaba la sensación, no notaba aquel olor.
Los brazos blancos se habían ceñido en torno de su cuello como un círculo de hielo, al que ya estaba acostumbrado y no le producía la sensación penosa de otras veces. Lo deslumbraban los ojos abiertos cerca de sus ojos, y se estremecía bajo los besos que los labios frescos y sin color le devolvían...
Quiso beber todo aquel amor, respirarlo, guardarlo dentro de su pecho... y aquel vaho contenido se escapó de nuevo, envolviéndole, ahogándole, produciéndole una angustia, un mareo insoportables. Quiso vencer la sensación y no pudo. Hizo un esfuerzo para desasirse de Blanca, que lo sujetaba enlazado contra su corazón, y, hallando una resistencia inconsciente, obedeció al instinto, más fuerte que toda reflexión, y la empujó, rechazándola brutalmente, para verse libre de ella.
La contempló un instante ovillada sobre el diván, gimiendo. No le dijo nada. ¿Para qué? Parecía que su amor se disipaba con aquel olor como con el amoníaco se disipa la embriaguez. Era imposible tratar de vencer aquella repugnancia física. En el amor era necesario el halago del olfato y del tacto, quizás como los auxiliares más poderosos.
Se marchó sin decir nada, sin volver la cabeza y sin que ella pronunciase una sola palabra.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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