En la sima
Carmen de Burgos y Segui
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María se hizo conducir a la estación, mientrasLuis dormía, rendido por la noche de insomnio. Ella tampoco había reposado, agitada por encontrados pensamientos, hasta formar su resolución.
Oyó a Luis varias veces pasar por delante de la puerta de su cuarto, pararse junto a ella; adivinaba las manos que se apoyaban ansiosas contra la madera, sin atreverse a llamar. Hasta había creído recibir sobre su seno desnudo la sensación del aliento cálido del joven a través de las tablas. ¡Qué pocos momentos de decisión hubiesen bastado para arrojar a uno en brazos del otro! Y sin embargo, no la tuvo. Los dos se acercaron temblando de deseo a aquella tabla, los dos se adivinaron y a los dos les faltó el valor para romper la débil barrera.
Hubo momentos en que María se decidió a aceptar el amor de Luis. Leía en su corazón que perduraba a través de todas las vicisitudes de la vida. Era él sólo quien podía satisfacer sus ansias, aquietar su espíritu, envolverla en honda dulzura y fuego de besos.
¿Por qué no rehacer su antigua vida? Era bastante rica para comprar de nuevo el patrimonio de Luis, para volver a dorar sus blasones. La seducía la visión del cuadro de familia; en la casa solariega ocuparía ella el lugar de doña Dionisia entre Luis, el cura y el médico, en la gran sala señorial con aspecto de parroquia, que alegraría con sus risas un angelillo rubio jugueteando sobre sus rodillas.
Sonrió gozosa de pensar en su figura de madre, de esposa modesta, burguesa, en su velada familiar. Renunciaba a muchas vanidades para conquistar la dicha.
De pronto un estremecimiento agitó sus nervios. ¡Lo imposible! No podía soñar con aquella felicidad. Luis era casado.
La rebeldía, siempre pronta en su alma, la agitó. ¡Qué importaba! Apoyada en su brazo podría desafiar al mundo. Sus tertulias no tendrían aquella severidad de las viejas condesas de Herrerías. Se irían de Linares, lejos, libres, felices. Estaba resuelta.
En el loco galopar de su fantasía sucedíanse escenas de ventura, de amor; resonaban en sus oídos todas las frases de pasión que Luis le había dicho aquella noche. La voz sincera, apasionada, suplicante «Te amo más que nunca», y después las frases ardientes de deseo «Ámame; no te pido que renuncies a nada.» A este recuerdo se extendió un velo de tristeza sobre el. semblante de María. ¡Oh! ¡Él no pensaba en aquella unión íntima, completa, que necesitaba ella! Aquellas palabras eran de una crueldad, de un egoísmo feroz.
María no concebía el amor sin una entrega completa, absoluta, salvaje. En su carácter vehemente, no cabía el término medio de las hipócritas.
Para amar necesitaba rodear de ternuras al amante. No podía ser la mujer vulgar que va a la cita del placer y apaga la sed de besos en unos labios ardorosos, para seguir luego su camino indiferente, sola, sin vivir en la vida del hombre que ama, sin entregarse en la mutua comunión del espíritu.
No sentía la necesidad de caricias que le abrasaran el cuerpo sin calentar su corazón. Quería compañero y amante a un tiempo mismo; la dulzura de todos los instantes, de todos los momentos.
Su alma sencilla y buena se desdoblaba al amor tal como saben sentirlo los corazones de las mujeres andaluzas. Cariño de sol que acaricia y vivifica, con esa idiosincrasia peculiar suya que pone en los abrazos de amante sedación de madre, y después del beso que abrasa los labios, refresca la frente con otro beso de pureza y paz.
Aquella mujer, que parecía tan ligera, tan frivola, huía de la pasión por miedo a su propia vehemencia. Era una árabe que moriría cuando amara envuelta en la onda de su delirio.
Sin duda no creía esto Luis. Bien claro le había dicho: «No te privarás de nada.» No le pedía ningún sacrificio, y nada podría ella exigirle tampoco. Sería la mujer que tiene un amante con hipocresía, sin compromiso, sin obligaciones, ocultando su amor, sin compartir su pensamiento. Compañera sólo de goces de ocasión.
Sentía encendérsele las majillas. Sin duda Luis tenía de ella la idea que le habrían hecho formar los maldicientes, los que le achacaban ligerezas que no había cometido. Ningún hombre podía hacerle bajar la mirada, recordando con los ojos las intimidades de su cuerpo.
Dejó que le arrebatasen la reputación a jirones, con desdén, con desprecio, creída en que no la echaría de menos jamás. Ahora sentía una gran amargura por su imprudencia. Necesitaba su vestidode castidad para ofrecérselo a Luis. Que él supiera que le amaba solo entre todos, y no empañase su cariño la idea de facilidad en sus amores.
Mil dudas crueles desgarraban su espíritu. ¿Cómo la amaría él? Le dejaba la libertad; no le pedía más que placer... No era eso a lo que María aspiraba: en su vida de aturdimiento pudo gozar el aroma de muchos amores así. No tenía más que escoger. Pero ella soñaba con un amor único, que estremeciera su cuerpo después de haber entregado su espíritu. Necesitaba tener fe para abandonar su porvenir, su honra, su vida entera en brazos de un hombre. ¿Podía ser Luis ese hombre? ¡Le daba miedo averiguarlo!
Para la unión de dos almas honradas que se juntan sobre todo convencionalismo, que arrostran un fallo de la sociedad, que tienen la valentía de imponerse a costumbres y a leyes, hace falta mayor suma de energía y de amor que para ir al matrimonio.
Se le aparecía más grande, más sagrado el compromiso libremente contraído, aceptado, sancionándolo la conciencia, que el casamiento con la celada de la casa común, de la costumbre, del egoísmo y del descanso.
Renunciaría sin pena a su mundo, al centro galante y mentiroso, pero agradable, en que vivía, para arrojarse en brazos de Luis. Sí él la amparaba, era el comienzo de una vida dignificada, feliz. ¿Pero y si no encontraba un brazo que la sostuviese? Despierta el ansia de amores; perdido el pudor; perdido el íntimo orgullo de ser pura entre el fango y las murmuraciones; llevando en el alma la vergüenza de haber descendido de su altura moral para ser juguete de un capricho, rodaría, de brazos en brazos, al abismo de la locura... para no sentir, para no pensar...
—No, no; jamás—murmuró estremecida de terror, adivinando un porvenir de vergüenza y de dolores.
La razón se imponía. El idilio tuvo su tiempo; ya era tarde para ella; la suerte estaba echada y debía tener el valor de seguirla; agitar sus cascabeles de loca, reir, reír siempre; restañar con carcajadas la sangre de su corazón. Caer con la careta puesta y la actitud gentil.
En cuanto las luces de la aurora tiñeron de rosa el llano, ordenó al cortijero que la condujese a la estación. Salió furtivamente del cuarto, huyendo de encontrar a Luis. Su marcha era una fuga. Ya le escribiría desde Madrid.
***
Cuando María penetró en el andén, sonaba la primera campanada anunciadora de la salida del tren. Se dirigió rápidamente al coche de primera que ostentaba la tablilla: «Reservado de señoras», con ei velo caído, entornados los encendidos ojos como si tuviese miedo de mirar en torno de ella, de recordar, de arrepentirse.
Se abrió la portezuela y se le tendió una mano para ayudarle a subir. Luis estaba a su laclo.
—¡Luis!...
—¿Te ibas sin decirme nada?
Sonó la segunda campanada de salida. El trepidar del automóvil y las figuras de Roque y Gabriel, que le saludaban desde la puerta, le explicaron la presencia del conde. No encontraba qué decir.
—¿Has pensado bien lo que haces, María?—preguntó él—; pronuncias la sentencia decisiva en nuestra vida.
—Es preciso—respondió ella.
—¿Por qué?
—Escucha, Luis; los momentos apremian. Piensa en los días de nuestra infancia... en tu madre... y jura por tu honor que si fueras libre te casarías conmigo.
Luis vaciló, aturdido.
— Jura — repitió ella enérgica —, jura y te creeré...
—Pero... ¿qué necesidad hay?—balbuceó Luis.
—¡Basta!—dijo con amarga ironía la marquesa.
La tercera campanada sonaba. Entró en el vagón a tiempo que un revisor cerraba la portezuela. Se estremeció la máquina.
Gabriel y Roque agitaron los sombreros. En sus semblantes se leía una viva curiosidad. Luis se precipitó hacia la portezuela y subió en el estribo.
Las ruedas empezaban a moverse con lentitud. ¡María se iba de su lado para siempre! Una desesperación inmensa agitó su alma.
— ¡María! ¡María!,.. ¡Quédate!... ¡Te amo!... ¡Te haría con orgullo mi esposa!... ¡te lo juro!...
Le respondió un sollozo y una voz que murmuraba:
—Es tarde...
La violencia de la carrera le hizo caer sobre el andén, mirando con desesperación inmensa alejarse el tren, como cortejo fúnebre de sus ilusiones.
María, hundida entre los almohadones grises sollozaba con desconsuelo, murmurando:
—¡Oh! He obrado bien... no puede estimarme... Sufre a mi lado una sugestión que olvidará pronto...
Pasó un cuarto de hora, con la rapidez de un minuto, antes de que pudiera hallar fuerzas para moverse. Lanzóse ansiosa a la ventanilla.
¡Todo había desaparecido! Era un paisaje nuevo, extraño...
El viento despeinaba su cabellera y enjugaba sus lágrimas.
Aquel descanso del viaje era un sueño, un paréntesis en su vida, una ilusión que habia revoloteado en su alma, sin fuerza para revivir.
La felicidad, como su mente la concebía, era imposible para ella. Debía envolverse en su manto de Pierreta...
La picadura de un dolor agudo, le asaeteó el pecho, y una lágrima subió del corazón y se detuvo con peso de plomo en los ojos, sin bañarlos.
La sujetaba una voluntad poderosa, soberana, de Dios.
Sacudió de la mente la carga molesta y se dejó caer tendida sobre los almohadones del asiento.
Un instante después se dormía, con el gesto supremo que condensaba ya toda su vida: el encogimiento de hombros.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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